Diarios oníricos (primer capítulo)

Esta noche he vuelto a soñar lo mismo: corría por el paseo Valldaura en pijama, me dolían los pies descalzos, el frío helaba mis mejillas. Miraba atrás todo el tiempo, creo que huía de algo, o de alguien, corría y corría, no sentía los dedos de las manos ni de los pies. Llegaba a casa y me metía en la cama. Y luego nada más... Tengo que contárselo a la psicóloga...
Como cada mañana, Sofía anotaba en su diario lo que había soñado. Había adquirido la costumbre a los doce años, cuando su hermana le regaló el primer diario. Aún lo conservaba, junto a los que lo siguieron, en el tercer estante de su biblioteca personal. En cada uno de sus diarios dedicaba unas líneas al mundo onírico que la atormentaba por la noche. Sofía dormía mal a menudo. Tenía sueños extraños que siempre recordaba al día siguiente, por más que su psicóloga, Vera, había probado con ella distintas técnicas para evitarlo. Nada. Era incapaz de escapar de sus sueños.
De todos modos, aquella mañana iba a ser distinta. Aunque ella no lo sabía aún, aquel día iba a cambiar el curso de su historia. Los acontecimientos esperaban agazapados entre los árboles de la calle, tras los escaparates del paseo en el que vivía, pero ella no podía verlos todavía.
Salió de su casa como de costumbre a las ocho y media para ir al parking en el que dejaba su Ford Focus negro matrícula 2605-RSB. Adoraba su coche. Le había costado conseguir un modelo tan antiguo, pero se salió con la suya a fuerza de tozudez. La concesionaria le aseguraba que el modelo Focus había quedado obsoleto, que ya no se fabricaba. Le ofreció la nueva gama de vehículos mejores y con más prestaciones, pero ella lo tenía claro: tenía que ser aquel. Finalmente, lo encontró en una pequeña concesionaria de barrio en Córdoba, tal como ella lo quería, así que se lo llevó. Acostumbraba a salirse con la suya desde muy jovencita.
De camino a la editorial recibió una llamada que no tuvo tiempo de contestar. Pensó que se encargaría de ello más tarde y siguió conduciendo. Últimamente el tráfico en Barcelona se había vuelto insufrible. El Ayuntamiento había prescrito la orden de repartir los días de la semana de un modo más o menos satisfactorio para todo el mundo de manera que el aire volviera a ser respirable: la solución había sido asignar los días de circulación por colores, ya que el método de pares e impares había dejado de ser efectivo cuando el número de coches en circulación había sobrepasado lo recomendable para la supervivencia humana. Así que los lunes circulaban los coches rojos (y toda su extensa gama de tonalidades), los martes, los coches azules y violetas, los miércoles, los verdes y los amarillos, los jueves, los blancos (y tonalidades plateadas, grises y similares), los viernes, los negros (y marrones, si es que alguien podía tener un coche de semejante color), y los fines de semana se prohibía la circulación a cualquier vehículo de tracción no humana. Después de cinco años de haber puesto en práctica este novedoso sistema, Barcelona volvía a ser casi sana.
Así pues, era viernes el día en que la vida de Sofía iba a cambiar.