A Begoña, in memoriam.
Espeluznante. Es la única palabra que se me ocurre para definir el cuadro que veo todas las noches antes de dormirme y todas las mañanas al despertar. Lo pintó un amigo hace ya bastante tiempo. Lo hizo como trabajo de fin de curso en la escuela de Bellas Artes. El tema del taller era el sida, muy de moda en los últimos años. Al abrir los ojos con el sonido del despertador martilleando en mi cabeza, descubro cada mañana un cuadro distinto al que vi la noche anterior. Hoy, en el centro de la pintura, he visto una cara entre sombras. Se parecía a ella. Tenía su mirada, incluso su sonrisa. Yo sé que ella me mira desde dondequiera que esté, porque siento sus ojos seguirme a todas partes. Cuando más decaída me encuentro, noto su mano en mi hombro, dándome la fuerza que necesito para terminar el día.
Su muerte no fue justa, si es que se puede decir que haya alguna que lo sea. A los veinticuatro descubrió que el destino le había hecho una mala jugada. Todo ocurrió a raíz de su viaje a Río de Janeiro donde conoció, en pleno Carnaval, a un chico del que no recordaría ni su nombre. Ella no supo entonces que aquella noche de calor y samba entre las sábanas de la cama de un hotel de mala muerte, le iba a costar la vida. Volvió a Barcelona y siguió como siempre, con su pareja semiestable y sus pasiones cotidianas. En la oficina en la que trabajaba conoció a un hombre que le habló de las maravillas del mundo del arte escénico y, sin pensarlo dos veces, se presentó en una productora de su ciudad para pedir un empleo. Pasaba el rato llevando cafés a los escenógrafos, iluminadores y attrezzos, observando, aprendiendo, hasta que un día se ofreció para ayudar a montar un decorado en el que faltaban dos lamparitas de noche. Tenían que ser muy especiales y, por supuesto, originales. Ella cedió las de su casa y fue así como empezó a abrirse paso entre los profesionales. Cuando hubo conocido el teatro desde la tramoya y las bambalinas, decidió traspasar la barrera y llenar el espacio vacío. Conoció a una mujer que le habló de una escuela de arte dramático y corrió a informarse sobre los cursos que ofrecían. Se apuntó a uno de formación de actores en el que aprendió a liberar los miles de personajes que siempre habían estado escondidos en su interior. Ese cursillo le hizo querer ir más lejos; había escogido su carrera: quería ser actriz. Se inscribió a las pruebas de acceso de una prestigiosa escuela de interpretación y las superó sobradamente. Los profesores quedaron pasmados con lo que aquella muchachita que no hacía más de un metro y medio podía dar de sí. Fue entonces cuando la conocí. Era bajita, como yo, con el pelo negro y muy corto, tapado siempre con sombreros de distintos tamaños, formas y colores, a juego con bolsos de igual extravagancia. Su forma de andar, altiva y segura, fue lo que más me llamó la atención al principio. En las clases era ella la que hacía las críticas más constructivas y la primera en ofrecerse voluntaria para los ejercicios y las improvisaciones. En escena era viva, abierta, su ansia de aprender, dar y recibir le salía por cada uno de los poros de su quizá demasiado blanca piel. Tenía la mirada tan expresiva y el cuerpo tan acorde con su mirada que no le hacían falta las palabras para que todos supiéramos lo que sentía y lo que pensaba en todo momento, pero mantenía al mismo tiempo un aura de misterio en su forma de actuar que la hacía más mágica de lo que ya era en la vida real. Los alumnos más mediocres pasábamos por grandes actores porque ella sabía, sin saberlo, cómo sacar fruto de todo lo que la rodeaba. En los ejercicios de expresión corporal que hice con ella como pareja, tenía miedo de tocarla porque su delgadez la hacía parecer tan frágil que con sólo mirarla podía romperse. Sin embargo, era la que más fuerza y coraje demostró siempre.
Cuando empezó a faltar a las clases por visitas al dentista, al dermatólogo y a tantos otros médicos que la examinaron, ninguno de nosotros pensaba que lo que parecía simplemente una mala racha de salud llegara a ser un problema tan grave. Una tarde regresó, después de casi dos meses sin aparecer por la escuela, y nos lo contó: los análisis del ganglio extirpado daban positivo en la prueba del VIH, tenía los anticuerpos del sida. Nos quedamos mudos, helados. Salió a escena después de decir que le había dado miedo explicárnoslo por ese temor al rechazo que sienten todos los afectados por el síndrome. Su temor se tornó alegría al ver que la clase al completo quiso salir a escena con ella cuando el profesor pidió voluntarios para una improvisación. A partir de ese momento empezó la lucha por la vida. Cada nuevo día le parecía un regalo de alguien que no quería que dejase este mundo. Sabía muy bien que una persona es capaz de hacer vida "normal" durante años teniendo los anticuerpos sin desarrollar la enfermedad, pero eso no hacía menos constante el miedo a la muerte. Las visitas a médicos y homeópatas fueron sustituyendo los quehaceres de su día a día, y su asistencia a clase se fue haciendo cada vez más esporádica. De vez en cuando aparecía para decirnos que se iba a Canarias a ver a su médico, el que la trataba con el método de las flores de Bach, aún desconocido por aquel entonces. De esos viajes volvía llena de energía positiva y ganas de hacerlo todo, y volvía a ser la misma de siempre. Pero a los pocos días caía de nuevo en su eterno cansancio y desaparecía de clase otras dos o tres semanas. Así fue pasando el tiempo hasta que una nueva noticia le hizo recuperar la fuerza que siempre tuvo: Mario Gas la quería ver para darle un papel en Martes de Carnaval de Valle Inclán. La euforia que precedió al día del cásting nos devolvió a nuestra compañera tal y como nosotros la habíamos conocido. Sacó de nuevo sus sombreros y sus bolsos, que hacía tiempo que no se ponía, y pareció rejuvenecer. Fue a Madrid a pasar las pruebas y volvió tres días después feliz por haberse codeado con actores de verdad, y por haber trabajado con ellos y no para ellos. Mario Gas no le dio el papel, pero ella había hecho realidad uno de sus sueños. Poco después de volver le anunciaron que había empezado a desarrollar la enfermedad.
Se acercaba el invierno y con él, una nueva etapa, esta vez más dura, de cansancio y revisiones. Tenía que estar en continuo tratamiento médico porque cualquier simple resfriado podía causarle la muerte. Volvió a faltar a clase y cada vez la fuimos viendo menos hasta que se dio de baja definitivamente de la escuela. En noviembre fui a verla a casa de su madre, donde hacía un tiempo que se había trasladado por el cuidado permanente que necesitaba. El día que la vi creí haberme equivocado de puerta. Debajo de sus ropas se escurría una niña de carita hinchada y piel moteada por el sarcoma de Kaposi. Su forma de andar era ahora lenta, cautelosa y encorvada. Apenas podía intuirse el perfil de una sonrisa que había quedado dibujada en sus labios y que permanecería en su rostro hasta el momento de morir. Pasé todo el día con ella. Comimos un poco de pescado con patatas al horno de lo que casi no probó bocado. Le dolía comer. Sentía que la comida le golpeaba el estómago al tragar y prefería beber zumos y agua. El agotamiento se notaba en su voz, en sus movimientos, en su mirada que aún conservaba el brillo de siempre. Hablamos, reímos y recordamos los ejercicios de la escuela de interpretación escuchando un casete de autorelajamiento que ponía a menudo para desconectar del mundo y sentirse viva: “Siente cómo el aire entra por tu piel y te invade. Siente que vives”. Hacer aquel ejercicio me relajó tanto que faltó poco para que me durmiera. Me habló del chico de Río, de los chicos que hubo después y a los que no había contagiado el virus casi milagrosamente. Hablamos de todo un poco, pero lo que ha quedado grabado en mi mente como un estigma fue su racionalidad y serenidad al hablar de la muerte: “Me da rabia pensar que con sólo veinticuatro años tengo que morirme. Pero creo que esta vida nos sirve para aprender de los errores, para hacerlo mejor en la siguiente. Por eso me siento preparada para morir, aunque me dé rabia”.
Murió de neumonía el 16 de diciembre de 1995. El día de su funeral supe que momentos antes de dormirse por última vez confesó haberse equivocado y reconoció no estar preparada para la muerte.
Ahora, cuando miro el cuadro que mi amigo pintó, pienso en ella, y el día quince de cada mes tengo insomnio por la noche porque al salir el sol el dieciséis sé que el día nace con ella. La veo en los atardeceres, en las hojas de los árboles, en las miradas de los niños, en el aire de la mañana, en las caras de la luna... y la echo tanto de menos... No sé dónde reposan sus cenizas, pero su espíritu me acompaña siempre y me inspira muchos de los cuentos que algún día alguien leerá y creerá conocerla tan bien como hubiera querido conocerla yo.
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